22 abril 2007

A CORUÑA
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Ciudad mecida por el mar en la encrucijada atlántica, entre el verdor del campo y el azul grisáceo de las olas, presa apetecible para todos. Toda raza que cruzó el noroeste peninsular quiso hacerla suya. A unos se entregó, floreciendo en ella distintas culturas que la enriquecieron, a otros esquivó, naciendo hazañas que engrandecieron su historia.
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En el llamado monte dos Bicos, en el antiguo Polvorín y en punta Herminia, al pie del milenario faro, se esculpieron rocas con signos atestiguando la presencia del hombre en remotas edades. Quiere la leyenda que los primitivos moradores de esta tierra, tribu brigantina perteneciente a la nación ártabra, al mando de Breogán, mandasen las primeras expediciones salidas del continente a poblar Irlanda. En una de esas expediciones fue llevada desde Galicia la famosa piedra Scone sobre la cual son coronados los reyes de Inglaterra.
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Pocos geógrafos de la antigüedad dejan de describir, con más o menos exactitud, el emplazamiento de A Coruña en el golfo que algunos llaman Portus Magnus Artabrorum y que se abre en la costa noroeste de Galicia y de España.
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Queda memoria de que por aquí pasaron muchos pueblos, aunque la presencia más duradera y la huella más profunda y civilizadora fueron las de Roma. Al puerto arribó con sus naves Julio César, causando el estupor de los sencillos habitantes. De época romana se conservan aras, lápidas, ánforas, sepulturas, monedas, utensilios, pero sobre todo lo que en adelante había de constituir el monumento más representativo de la ciudad, su emblema, la pieza principal de su blasón y casi pudiera decirse su tótem: LA TORRE DE HÉRCULES.

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