CALLE REAL .
A principios del siglo XX, la Calle Real tenía su particular atractivo. Por ella paseaban todo tipo de gentes.
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El señor formal, metódico, que había dado su paseo por el muelle o por el Relleno, acababa el día pasando la velada en la tertulia de una botica y después de una charla grata y pacífica volvía a casa a buena hora para dormir.
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El murmurador profesional que comenta y ridiculiza cuanto sabe y, si no, lo inventa, iba de casino en casino o de grupo en grupo, dando y recibiendo impresiones que se traducían en alfilerazos a la humanidad entera.
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El político recorría la calle absorto en sus pensamientos, referidos a esta o aquella forma de gobierno, a tal o cual principio de democracia o autoritarismo, a los problemas que girasen alrededor del Ayuntamiento. Y acabaría por entrar en la tienda erigida en centro de todos los comentarios, en donde se amasaban las impresiones de partidos, personajes provinciales y de la cual han salido combinaciones electorales a centenares.
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El regionalista iba al establecimiento en cuyo recinto se discutiría la etimología de vocablos gallegos, no sin abominar de cuando en vez de los que pasaban por delante permitiéndoseles hablar en castellano.
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El revolucionario acudía a la tienda donde el Derecho Constitucional se había hecho y deshecho muchas veces y la demagogia era cantada con entusiasmo.
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Mientras las mujeres andaban de tienda en tienda, unas veces comprando, otras revolviendo, los hombres desocupados o los aficionados a divertirse se ponían en cualquier lugar estratégico, o paseando arriba y abajo en grupos numerosos si gustaban de la salsa de los comentarios, viendo el desfilar del mujerío.
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El domingo era el día de gala en la calle. Después de las misas de mediodía, media Coruña se descolgaba en la céntrica vía con los trapitos de cristianar colgados del cuerpo. Allí estrenaban las muchachas sus trajes, allí se pasaban revista unas a otras con el rabillo del ojo y los galanes flechaban a las doncellas con sus dardos temibles.