09 abril 2009

BEODOS Y BEATOS
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Las costumbres religiosas, como las costumbres públicas, se modifican de manera sensible con el paso del tiempo. La Semana Santa de hoy no se parecerá a la de hace un siglo.
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Se pueden traer al recuerdo las farsas inocentes que precedían, a guisa de preparativos, a la procesión del Santo Encuentro. Una cáfila de turbulentos de jóvenes se disponían en la noche del Jueves Santo a recontar las monedas de que disponían, dormían en los atrios de las iglesias e incluso dentro de los mismos templos. Se organizaban en grupos cuya misión era la poca santa de embriagarse perdidamente en la mañana del viernes.
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A las tres de la madrugada de este día sonaba en las calles el fúnebre toque de los clarines, que la gente "perdida" traducía así:
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"Anís, anís
caña, caña,
Tomaremos la mañana
con anís y buena caña".
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A este toque, toda la turba se desperazaba y comenzaban las libaciones de aguardiente. Iban calle por calle, despertando a los vecinos con fuertes aldabonazos e incluso con piedras arrojadas a puertas y ventanas.
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Los serenos solían asistir impávidos a este espectáculo, y si intervenían en ello era para aceptar el trago de aguardiente que se les ofrecía. Era día clásico y la autoridad no podía imponerse a las costumbres.
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Luego, ya bien templado el ánimo y mientras la procesión se organizaba en San Nicolás, se dirigían a la Plaza de la Harina, literalmente ocupada por fieles que acudían a oír el sermón de las tres caídas.
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Los clamores de los fieles cuando Cristo caía agobiado por el peso del madero; la aparición de la Virgen de los Dolores, la intervención de la Verónica que enjugaba el rostro de Jesucristo, conmovían a los fieles mientras que, al otro lado de la plaza, hordas de beodo se burlaban del sacerdote que hablaba y sus palabras eran coreadas con chistes del peor género.
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Y todo esto se quedaba corto en la procesión de La Soledad, conocida como la "Procesión de los Caladiños", que Pardo Bazán describe llena de fervor en su libro "Doña Milagros".
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A esta procesión acudían los de genio maleante y avieso, llevando gruesas barras de jabón con las que, en la esquina de la calle Damas y de Zapatería, embardunaban las losas y cuando las señoras que alumbraban a la Virgen daban la vuelta a la calle, resbalaban, caían y chillaban al compás de las carcajadas que celebraban el salvaje chiste.

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